A 50 años del golpe militar con miles de víctimas en Chile, crecen voces de añoranza o indulgencia

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En esta imagen de archivo, el difunto dictador chileno, entonces comandante del ejército, general Augusto Pinochet, recibe el abrazo de una seguidora al encontrarse con partidarios que esperaban en su casa con motivo del 22do aniversario de su nombramiento como jefe de las fuerzas armadas chilenas, en Santiago, Chile, el 23 de agosto de 1995. Mientas Chile conmemora el 11 de septiembre de 2023 el 50 aniversario del golpe que llevó a Pinochet al poder, las encuestas muestran que un tercio de los chilenos justifican hoy en día su toma de poder derrocando a un gobierno elegido democráticamente, que derivó en violaciones de los derechos humanos, asesinato de opositores, cancelación de elecciones, restricciones a la prensa, supresión de los sindicatos y desmantelamiento de partidos políticos. (AP Foto/Santiago Llanquin, archivo)

(Santiago Llanquin / Associated Press)

SANTIAGO —  La dictadura de Augusto Pinochet dejó en Chile 3.200 asesinados y 1.162 desaparecidos, incluidos niños, tras un golpe militar que ha recibido la condena internacional y de muchos en el país.

Sin embargo, a punto de cumplirse 50 años del inicio de la dictadura, aún hay quienes la respaldan: “Afortunadamente Augusto Pinochet hizo el golpe”, “mejoró la vida”.

¿Cómo llega a haber en el Chile actual una percepción de añoranza o indulgencia en un tercio de la población ante un periodo de miedo y represión que dejó a miles de familias con heridas aún abiertas?

Sergio Gómez Martínez, contador jubilado de 72 años, es quien dice que “afortunadamente” Pinochet dio el golpe contra el gobierno del socialista Salvador Allende (1970-1973), pero además defiende que “mejoró la vida económica del país, había orden, trabajo” y los campos e industrias empezaron a producir.

Su percepción la comparte el 36% de los chilenos que opina que los militares “tenían razón” para encabezar el levantamiento, según encuestas recientes a la población. Hace 10 años, esa cifra era la mitad: un 18 % lo justificaba.

El 11 de septiembre de 1973, Pinochet encabezó un golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende —quien se suicidó el mismo día del levantamiento—, que instauró 17 años de dictadura.

Siguen siendo mayoría los que califican a Pinochet de dictador (64%); en contraste van en aumento quienes defienden que su régimen militar fue “en parte bueno y en parte malo”.

Pese a ese giro hacia la benevolencia, las conclusiones sobre las atrocidades cometidas se han mantenido invariables respecto al informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de 1991.

La comisión concluyó que se cometieron crímenes de lesa humanidad y se violaron derechos humanos. Agentes del Estado mataron a 3.200 personas señaladas por su tendencia política de izquierda y 1.162 que fueron detenidas aún constan como desaparecidas.

Ya en 1978, la ONU condenaba, mostraba su “indignación” e instaba a Chile a cesar las “violaciones de derechos humanos”, entre ellas, desapariciones “por motivos políticos” y torturas, según una resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas de ese año.

Se exiliaron 200.000 ciudadanos fuera de Chile y 28.000 opositores fueron torturados. Según el Ministerio de Justicia, durante la dictadura hubo 40.179 víctimas entre asesinados, desaparecidos, presos políticos y torturados, tal como establecieron dos comisiones de la verdad.

Aun así, un 39% de chilenos piensa que Pinochet (1973-1990) modernizó el país y un 20% lo ve como el mejor gobernante del siglo XX, según el sondeo “Chile bajo la sombra de Pinochet”, de mayo, de la organización Mori, que preguntó a 1.000 jóvenes, adultos y mayores. La de Mori es una de las encuestas independientes y respetadas en Chile.

“Antes no había tanta maldad como ahora... Antes no se veían tantos robos”, subraya Ana María Román Vera, 62 años, vendedora en una populosa barriada de Santiago. También cree que “mejoró” la vida en esa época.

En cambio, la memoria de Efrén Cortés Tapia, un pintor de 60 años que vive en Pudahuel, también en la capital, cristalizó con otra perspectiva. “La dictadura significó represión, fractura (de la democracia), una limitación en el desarrollo cultural, educacional... Miedo y temor”, recuerda.

Él conoció a una mujer que quedó tan traumatizada tras ser torturada que se suicidó en el exilio, en Suecia.

El capitalino es parte de esa otra porción de la sociedad chilena que no concilia con lo ocurrido.

Hoy, para un 42% de ciudadanos la insurrección fracturó la democracia. Pero hace una década las cifras eran muy diferentes: quienes condenaban el golpe llegaban a un 62%.

Esa percepción de aceptación ha ido avanzando sin que se haya castigado a todos los responsables ni esclarecido toda la verdad.

Fue recién la semana pasada cuando el gobierno del presidente Gabriel Boric lanzó el primer programa oficial para encontrar a las más de 1.000 víctimas que siguen desaparecidas. El mandatario de izquierdas ha insistido a Estados Unidos que haga públicos documentos que revelen el rol que jugó Washington en el golpe.

A finales de agosto, la CIA desclasificó una parte de los boletines oficiales del presidente relacionados con Chile desde el 8 de septiembre de 1973 —tres días antes del golpe— que confirman que el entonces mandatario Richard Nixon fue informado de la posibilidad de que se diera un levantamiento.

Se estima, además, que hay 1.300 procesos criminales activos por violaciones de derechos humanos, según cifras de junio del ministro de Justicia, Luis Cordero. Y 150 condenados están cumpliendo sentencia en Punta Peuco, un penal exclusivo para ellos.

El propio Pinochet murió en 2006 sin condena ni enfrentar a la justicia chilena. Aunque estuvo detenido 17 meses en Londres por orden del juez español Baltasar Garzón —que aplicó el principio de justicia universal para poder procesarlo— los trámites aguaron su extradición a España para que fuera juzgado y terminó volviendo a Chile por salud.

La justicia chilena le abrió después una causa penal por encubrir 75 secuestros, homicidios y torturas que terminó cerrando temporalmente en julio de 2001. Recibió arresto domicialirio pero no llegó a ser condenado. Murió y con su desaparición se sobreseyeron todos los procesos, según establece la ley chilena. Su funeral se celebró sin honores de Estado.

Es, precisamente, la figura de Pinochet uno de los trasfondos que suavizó la percepción en esa parte de la sociedad que hoy sigue defendiendo la dictadura.

“La transición validó a Pinochet”, reflexiona Marta Lagos, directora de la encuestadora regional Latinobarómetro y fundadora de Mori Chile. Pinochet dejó el poder en marzo de 1990 y, de inmediato, se convirtió en comandante en jefe del Ejército hasta 1998, lo que estiró en el tiempo el miedo a enfrentar las atrocidades vividas.

Luego, apunta Lagos, se quedó como senador vitalicio, un cargo creado por él mismo al que renunció en 2002. “De tal manera que los chilenos se acostumbraron a vivir con Pinochet”, recalca la analista con el argumento de que esa presencia constante dejó una imagen “blanda” de la dictadura y de sus responsables. Es “el único dictador de Occidente (...) que 50 años después de su golpe de Estado sigue siendo valorado”.

Marcelo Mella Polanco, analista político y académico de la Universidad de Santiago, atribuye el aumento de voces que justifican el levantamiento a una “interpretación más polarizada” que tienen los chilenos sobre la dictadura. Y concluye que es “un cierto fracaso en el proceso de construcción de la memoria histórica”.

En ese ideario de tolerancia, fluctúan otros factores. Como la situación económica del momento.

Pinochet tomó el poder del país con una severa crisis —propiciada en parte por el acaparamiento de alimentos que fraguó la oposición— e implantó un modelo de libre mercado.

Eso desató el consumismo de sectores acomodados, lo que impulsó la recuperación y se reflejó en una mejora de algunos indicadores.

Pese a que el régimen militar terminó con un 45% de pobreza y una inflación cercana al 25%, hay chilenos que lo vivieron como una etapa de más prosperidad.

Para la vendedora Román Vera “las cosas cambiaron, ya no había que andar haciendo filas para comprar”. Carmen Jeldrez Sepúlveda, una ingeniera química jubilada de 75 años, también lo recuerda así. Dos días después del golpe, “la economía, en general, brotó mágicamente”, apunta. “Me llamó la atención que apareció todo (el alimento) que no estaba”.

Y eso contrastaba con el final del gobierno Allende, en el que la oposición impulsó una virtual guerra económica, con acaparamiento y desabastecimiento de productos básicos, que derivó en largas filas para adquirir alimentos.

No obstante, la ingeniera química sí mantiene el recuerdo de las violaciones de derechos. “Fue espantoso porque nadie puede torturar a nadie porque piensa distinto”. Su hermano menor, según relata, vivía a una cuadra de Villa Grimaldi, el mayor centro de tortura y extermino de Pinochet, y le contaba que “en su en su casa se escuchaban los gritos” provenientes de allí.

En jóvenes que no vivieron la dictadura, como Jaime Mazzarella, un abogado de 24 años de Santiago, quedó interiorizada la postura de condena a los abusos. “Fue una atrocidad que nunca debió ocurrir”.

Tanto él como Bastián Arias, un estudiante de medicina de 22 años, creen que siguen vigentes algunas de las herencias de la dictadura que perjudicaron las instituciones. “Significó un quiebre casi irrecuperable de ciertos sistemas estatales, como el de salud”, plantea Mazzarella sobre la creación de una red pública y otra privada.

Arias recuerda el impacto que dejó en su familia. Su padre era obrero de la construcción y, en la “post dictadura, no se logró restablecer el sindicato de obreros, lo que hasta el día de hoy trae consecuencias, que se reflejan en las malas condiciones de trabajo”.

Para el académico Mella, “la falta de efectividad” en solucionar problemas sociales de los gobiernos de la expresidenta socialista Michelle Bachelet (2006-2010, 2014-2018) y del derechista Sebastián Piñera (2010-2014 y 2018-2022) “lleva a que el país vea muy en blanco y negro” al régimen militar.

Tanto así que, tras el estallido social de 2019 y el primer intento infructuoso de la izquierda de redactar una nueva constitución, los chilenos eligieron en mayo pasado a una mayoría conservadora —del Partido Republicano— para escribir el nuevo texto constitucional que será sometido a plebiscito, siendo ese bloque el más reacio a reemplazar la carta magna heredada del régimen militar.

El otro aspecto que pesa en la opinión de los chilenos es la necesidad de orden o seguridad.

El contador jubilado que consideraba afortunado el alzamiento de Pinochet defiende que antes “había respeto” por los policías y ahora “usted no puede salir tranquilo a la calle”.

En eso coincide, aunque con un importante matiz, Jaime Contreras. El técnico electrónico de 65 años, que tiene un taller de reparaciones al costado de su vivienda en Santiago, admite que “la seguridad mejoró, pero entre comillas porque había orden, pero no había libertad”.

Él guarda experiencias amargas. Para su familia fue “una época penosa”, porque su padre se quedó sin trabajo. “Yo perdí la carrera universitaria, estudiaba ingeniería y no había trabajo”. Eran siete hermanos.

Inmediatamente después del golpe, los militares implantaron un toque de queda que se prolongó hasta el 1 de enero de 1987 —14 años— con algunas interrupciones y variaciones en su extensión. “No se mueve una hoja en este país si yo no la estoy moviendo”, afirmó Pinochet en octubre de 1981.

El dictador, de hecho, no se movió del poder hasta 1990 y solo después de que los chilenos rechazaran por voto popular en 1988 que los militares siguieran en el gobierno. El 56 % de Chile apoyó el fin del régimen. Hoy, una misma mitad de ciudadanos le ve aspectos buenos y malos a lo que pasó.

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